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Todos conocemos la palabra autoestima y la usamos con frecuencia para opinar sobre nuestro propio estado emocional o el de los demás. Hablamos sobre tener mucha o poca autoestima o sobre tener alta o baja autoestima. Pero frecuentemente nos equivocamos al juzgar qué características describen a una persona con una buena o sana autoestima.
Solemos pensar que la autoestima baja corresponde a personas que visiblemente se valoran poco, mostrando comportamientos como: timidez o retraimiento; comentarios despreciativos hacia sí mismos/as; poca valoración de su aspecto físico, características o habilidades; dificultades para desenvolverse en entornos sociales; rechazo de los halagos por parte de otras personas; etc.
Hay otro tipo de personas que podemos identificar erróneamente con una alta autoestima. Estas personas parecen tener buena valoración de sí mismos/as, pero esa faceta es una imagen que se han creado hacia el exterior. En realidad, son personas inseguras, que buscan que los demás les valoren para así mantener su sensación de valía, siendo “como una batería que necesita ser recargada constantemente”.
Pero esta actitud es errónea, ya que la autoestima tiene que venir de la propia persona. Dichas personas pueden sufrir mucho o hacer sufrir a otros, algunos/as son líderes de grupos que necesitan ser alabados por los demás de forma constante, e incluso en casos extremos tener actitudes de superioridad o dominancia hacia otras personas.
Por lo tanto, una persona con una autoestima sana se define por valorarse a sí misma: teniendo en cuenta aquello que se le da bien y reconociendo sus limitaciones, sin obsesionarse con ellas ni pensar que debe llegar a un nivel de perfección imposible, pero tampoco creyendo que es mejor que nadie. Saben interactuar con los demás de forma asertiva, es decir, haciendo respetar sus necesidades desde el respeto a las necesidades de los demás.
La autoestima como concepto que tenemos de nosotros mismos/as, se va creando desde que nacemos a través de las experiencias y aprendizajes que experimentamos, y se continúa formando según vamos creciendo.
En la infancia, el mayor foco de desarrollo de la autoestima viene dado por nuestros cuidadores principales (padres, madres, abuelos, tutores u otros cuidadores), así como por el rol que tengamos en la familia en comparación con otros (hermanos, hermanas, primos/as amigos/as cercanos).
En la adolescencia toman mayor relevancia los grupos de iguales con los que nos comparamos y practicamos cómo relacionarnos, empezando a ganar autonomía para el futuro.
En la vida adulta trabajamos la autoestima desde la búsqueda y consecución de objetivos en los diferentes aspectos de la vida: trabajo, familia, relaciones sociales y objetivos de autorrealización.
Según la Pirámide de las Necesidades Humanas que desarrolló A. Maslow las personas para sentirnos satisfechas en la vida buscamos cubrir una serie de necesidades.
Así, la base de la autoestima que se forma en la infancia viene por el grado en que nuestras figuras de cuidado cubren las necesidades de la base de la pirámide: las básicas o fisiológicas; las de seguridad; y a nivel familiar, las de afiliación y reconocimiento; y, según crecemos continuamos desarrollando o modificando la autoestima y cubriendo por nosotros mismos/as todas las necesidades de la pirámide en base a los diferentes ámbitos de la vida y contextos de interacción.
Pirámide de las Necesidades Humanas de A. Maslow
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