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En muchos casos las mujeres que consultan por llevarse mal con su pareja, dicen estar deprimidas, angustiadas, insatisfechas en la relación, y una frase que casi todas pronuncian en las primeras entrevistas es que “antes, él era diferente”.
De novios todo fue maravilloso, él se desvivía en atenciones, siempre le hacía regalos y, ahora, con el paso del tiempo llega cansado a casa, se tumba en el sillón a ver el fútbol, no recuerda fechas de cumpleaños, ni aniversarios, no tiene “detalles”.
Ella, en silencio, espera que llegue su príncipe azul que la saque del letargo y, sin embargo, todo es un agobio, todo una rutina que se traslada a la cama donde los encuentros eróticos se han ido borrando y hacer el amor se ha convertido en un ejercicio mecánico, en un trámite casi burocrático.
Si miramos esto último desde la posición del hombre, con frecuencia una cuestión moral lo ha llevado, inconscientemente, a separar las corrientes cariñosa y sexual. En estos casos, el hombre sólo desarrolla su plena potencia sexual con mujeres prohibidas (la mujer de otro, prostitutas), cosa que no se permite con la “propia” mujer. Solo experimenta un pleno goce sexual cuando puede entregarse sin escrúpulos a la satisfacción, eligiendo para ello mujeres en las que no pueda suponer repugnancias y que no conozcan las demás circunstancias de su vida, ni puedan juzgarlo.
También las mujeres aparecen sometidas a consecuencias análogas emanadas de su educación. Así, muchas veces, cuando tanto gozaron mientras las relaciones estaban prohibidas por sus padres o porque no había donde hacerlo y solo a escondidas era posible el goce, la convivencia hace el efecto de ausencia de deseo y no proporciona ya aquella plenitud.
Es frecuente encontrar personas que atribuyen la desdicha de su soledad al hecho de no conseguir una relación amorosa o a la frustrante brevedad de las que logran establecer. “Tener pareja” les produce una ilusión de tranquilidad, de plenitud, les “asegura” no quedarse solas y al menos durante algún tiempo mientras tienen compañero, un ser humano próximo, ven aliviados sus síntomas. Piensan que el amor puede funcionar como una medicina casera de buenos resultados o, en otras palabras, que las cuestiones nerviosas “se curan” encontrando pareja.
Las curas por amor, nos dice el psicoanálisis, suelen ser efímeras y con el tiempo los estados neuróticos reaparecen, a veces con mayor gravedad. Él tiene miedo de aceptar los diversos riesgos de la vida y como no puede estar solo, hace que su mujer le proteja. Lentamente fue delegando en ella cada vez más sus tareas y compromisos en la creencia de que así obtenía una garantía, un seguro, que lo salvaría de sus miedos, para siempre.
Paso a paso, la fortaleza que supone esa protección se vuelve peligrosa y comienza a tener miedo también de su “protectora”.
Así quedó prisionero del pasado porque no consiguió ampliar su pequeño mundo, nuevas frases para poder transformarse, para poder decir otra cosa y vivir otra vida. Permaneció en el bosque de su infancia, rodeado de los fantasmas que llenan de horror la noche de los niños.
En el momento de consultar, dice odiar a su mujer y que ella (su ángel de la guarda) lo somete pero que aún así, no podría vivir solo.
Esta es una de las tantas historias de la vida cotidiana en pareja donde podríamos perfectamente intercambiar los términos él y ella.
Cualquiera de los dos podría cantarle al otro aquello de: “Ni contigo ni sin ti/ tiene mi vida remedio./ Contigo porque me matas/ y sin ti porque me muero”.
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