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Hay cosas de las que no se habla casi nunca y sin embargo funcionan como acuerdos sociales tácitos. Una de esas convenciones sociales dice que sin ciertas dosis de engaño la convivencia sería muy difícil.
Se entiende que no es necesario mentir, alcanza con no decir toda la verdad, por lo menos no todo el tiempo. A veces se trata de no decir a la amiga que esa prenda que tanto la ilusiona no le queda tan bien como ella cree, o no decir nada acerca de una calva que avanza con entusiasmo.
En ocasiones se trata de algo más serio: el grupo de amigos que comenta la desigual relación amorosa entre dos de ellos, o que ha visto a alguno de ellos en situación comprometida…
A veces hemos comentado cómo resolveríamos ciertas situaciones: si ves a mi novio con otra… ¡me lo dices! Otra persona puede decir: yo prefiero enterarme sola…
Entendemos que estas cosas entran dentro de lo que llamamos mentiras piadosas. Pero lo curioso es que también nos engañamos a nosotros mismos. Estamos tan acostumbrados a ello que casi no nos damos cuenta de lo curioso que resulta que un sujeto se oculte a sí mismo una verdad que es evidente. Ya se dice que no hay más sordo que el que no quiere oír ni más ciego que el que no quiere ver…
Cuando la báscula nos dice que nuestra píldora milagrosa no ha surtido efecto y que quizás debiéramos prescindir de algunas cervezas o helados, cuando hacen dos meses largos que no me apetece hacer el amor con mi pareja, o a ella conmigo, cuando la perspectiva de un fin de semana no es fuente de alegría sino de inquietud porque no tenemos a quién llamar… Estamos acostumbrados a preguntarnos por qué, y esa razón se nos escapa.
Los psicoanalistas solemos decir que si bien es verdad que todo ocurre por algo, también ocurre para algo. El por qué nos sumerge en el pasado y nos hace pensar que es eso lo que comanda nuestra vida. Sin embargo, pensar para qué nos quedamos en cierta situación nos devuelve a nuestro tiempo, nos proyecta al futuro y permite descubrir que por peor que sea la situación vivida, es siempre menos mala que la real o fantaseada situación a la que deberíamos hacer frente.
Alguien que no pide aumento de sueldo, por ejemplo, que se queda en una empresa donde no es reconocido. Un joven que no quiere terminar sus estudios, porque, aunque aparentemente lo desee, fracasa en sus exámenes, no son necesariamente personas inseguras o perezosas.
A veces muestran la dificultad en convertirse en jefes de familia. Un jefe de familia no es necesariamente un señor con mujer e hijos. No depende del sexo del sujeto ni de su estado civil.
A veces no comprendemos por qué un conocido o familiar que abusa del alcohol, o de las drogas, no hace nada para evitar esa conducta claramente destructiva. Y si investigamos, lo que aparece es una pregunta: ¿podré o fracasaré? Y es el miedo al fracaso lo que impide el comienzo de un tratamiento.
El autoengaño cumple una función económica porque, aunque decimos “eso ya lo sé”, si no actuamos en consecuencia, no lo sabemos de verdad. Como se dice habitualmente, es muy diferente la teoría a la práctica.
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